sábado, 25 de septiembre de 2010

Las nueve conciencias

La enseñanza budista de las nueve conciencias ofrece la base para un entendimiento completo de quiénes somos, de nuestra verdadera identidad. También ayuda a explicar cómo ve el budismo la eterna continuidad de nuestras vidas a lo largo de los ciclos de nacimiento y muerte. Esta perspectiva sobre el ser humano es el fruto de miles de años de intensa investigación introspectiva en la naturaleza de la conciencia. Históricamente, sus fundamentos están en los esfuerzos por experimentar y explicar la esencia de la iluminación de Shakyamuni bajo el árbol bodhi hace unos 2.500 años.

Las nueve conciencias pueden ser interpretadas como diferentes niveles de conciencia que están operando constantemente juntas para crear nuestra vida. La palabra sánscrita vijnana, que se traduce como conciencia, incluye una amplia gama de actividades, incluyendo sensaciones, cognición y pensamientos conscientes. Las primeras cinco conciencias son los sentidos de la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. La sexta conciencia es la función que integra y procesa los diversos datos sensoriales para formar un cuadro o pensamiento general, identificando qué es lo que nos están comunicando los cinco sentidos. Es principalmente con estas seis funciones de la vida que realizamos nuestras actividades diarias.

Debajo de este nivel está la séptima conciencia. A diferencia de esos niveles de conciencia que están dirigidos hacia el mundo exterior, la séptima conciencia está dirigida hacia nuestra vida interior y es, en buena parte, independiente de los datos sensoriales. La séptima conciencia es la base de nuestro sentido de identidad. El apego a un “yo”, que es distinto y está separado de los demás, tiene su base en esta conciencia. También allí se halla nuestro sentido de lo correcto y lo errado.

Debajo de la séptima conciencia, el budismo aclara un nivel más profundo, la conciencia ālaya u octava, también conocida como la conciencia imperecedera o almacén. Es aquí donde reside la energía de nuestro karma. Mientras que las primeras siete conciencias desaparecen con la muerte, la octava conciencia persiste a través de los ciclos de la vida y la muerte –la actividad y la latencia. La conciencia ālaya puede ser concebida como el flujo de la vida que apoya las actividades de las otras conciencias. Las experiencias descritas por quienes han muerto clínicamente y, posteriormente, han revivido, podrían ser consideradas como sucesos ocurridos en el límite entre la séptima y la octava conciencias.

La comprensión de estos niveles de conciencia y la interacción entre ellos puede ofrecer una idea valiosa de la naturaleza de la vida y del yo, así como señalar la solución de los problemas fundamentales que confronta la humanidad.

Las enseñanzas budistas explican que existen falsas percepciones profundamente arraigadas en la séptima conciencia respecto a la naturaleza del “yo”. Esta ilusión surge de la relación entre la séptima y la octava conciencias, y se manifiesta como un egoísmo fundamental.

Las enseñanzas budistas describen que la séptima conciencia surge de la octava, es decir, la séptima conciencia siempre está enfocada en la octava, y la persona la percibe como algo fijo, único y aislado de todo lo demás. La realidad es que la octava conciencia está en un estado de flujo continuo. En este nivel, nuestra vida interactúa constantemente, ejerciendo una profunda influencia sobre cada uno de los otros niveles. De esta manera, la percepción de un yo fijo y aislado que se genera en la séptima conciencia, es falsa.

La séptima conciencia también es el asiento del temor a la muerte. Al no poder percibir la verdadera naturaleza de la octava conciencia como un flujo imperecedero de energía vital, se imagina que con la muerte, la octava conciencia se extinguirá permanentemente. El temor a la muerte, así, tiene sus raíces en los profundos niveles del subconsciente.

La falsa percepción de que la octava conciencia es el verdadero yo también es conocida como “ignorancia fundamental”, y aleja al individuo de la posibilidad de captar su interrelación de los demás seres. Este sentido del yo, separado y aislado de los demás, es lo que origina la discriminación, la arrogancia destructiva y la codicia desenfrenada. El saqueo que la humanidad hace del medio ambiente natural, es otro resultado obvio.


El budismo postula que nuestros pensamientos, palabras y acciones invariablemente crean una impresión en los profundos niveles de la octava conciencia. Esto es lo que los budistas denominan karma. Por lo tanto, la octava conciencia es referida a veces como el “almacén del karma” –el lugar donde se “almacenan” las “semillas” kármicas. Estas semillas o energía latente pueden ser positivas o negativas; la octava conciencia permanece neutral e igualmente receptiva a cualquier tipo de impresión kármica. La energía se hace manifiesta no sólo cuando las condiciones son propicias. Las causas positivas latentes pueden hacerse manifiestas no sólo como efectos positivos en la vida, sino también como funciones psicológicas positivas tales como la confianza, la no violencia, el autocontrol, el amor compasivo y la sabiduría. Las causas latentes negativas pueden manifestarse en diversas formas de ilusión y comportamiento destructivo, y dan lugar a sufrimiento para nosotros mismos y para los demás.

Si bien la imagen de un almacén es útil, una imagen más adecuada podría ser la de un furioso torrente de energía kármica. Esta energía está moviéndose constantemente y configurando nuestra vida y nuestra experiencia. Nuestros pensamientos y las acciones resultantes se realimentan de este flujo kármico. La calidad del flujo kármico es lo que hace de cada uno de nosotros seres distintos –es lo que da forma a nuestro “yo” único. El flujo de energía está cambiando constantemente, pero, como un río, mantiene una identidad y consistencia incluso atravesando sucesivos ciclos de vida y muerte. Es este aspecto de fluidez, esta falta de fijeza, lo que abre la posibilidad para transformar el contenido de la octava conciencia. Por todo esto una adecuada interpretación del concepto de karma, difiere totalmente a lo que pudiera entenderse como un destino inmutable o inevitable.

La cuestión, por lo tanto, es cómo incrementar el balance de karma positivo. Ésta es la base para las diversas formas de práctica budista que buscan imprimir causas positivas en nuestra vida. Pero cuando estamos atrapados en un ciclo de causas y efectos negativos, es difícil evitar hacer más causas negativas, y es aquí cuando nos dirigimos al nivel de conciencia más fundamental, la conciencia amala o novena.

Esta puede ser interpretada como la vida del cosmos en sí; también es considerada la conciencia esencialmente pura. No manchada por las funciones del karma, esta conciencia representa nuestro yo verdadero y eterno. El aspecto revolucionario del budismo de Nichiren es que busca, directamente, hacer emerger la energía de esta conciencia –la naturaleza iluminada del Buda– purificando así los otros niveles de conciencia más superficiales. El surgimiento del gran poder de la novena conciencia cambia incluso los patrones afianzados del karma negativo de la octava conciencia. Debido a que la octava conciencia trasciende los límites del individuo, fusionándose con la energía latente de la familia, el grupo étnico, y también con la de los animales y las plantas, un cambio positivo en esta energía kármica se convierte en una “rueda dentada” para el cambio en la vida de otras personas. El presidente de la SGI, Daisaku Ikeda, lo describe diciendo “Cuando activamos esta conciencia esencialmente pura, la energía del karma positivo y negativo que poseemos se encauza hacia la creación de valor; la mente o conciencia (...) de la humanidad reciben el flujo de esta corriente vital caracterizada por la misericordia y la sabiduría”. Nichiren identificó la práctica de invocar la frase Nam-myoho-renge-kyo como el medio básico para activar la novena conciencia en nuestra vida.

Conforme los niveles de conciencia se transforman, cada uno de ellos da lugar a extraordinarias formas de sabiduría. La sabiduría que se halla, inherentemente, en la octava conciencia nos permite una percepción perfectamente clara de nosotros mismos, de nuestra experiencia y de los demás fenómenos. También nos permite captar profundamente la interrelación e interdependencia de todas las cosas. Conforme se transforma la profundamente arraigada ilusión que yace en la séptima conciencia, la persona logra superar el temor a la muerte, y la agresión y la violencia que provienen de este temor. Surge una sabiduría que nos hace posible percibir la igualdad fundamental de todos los seres vivientes y tratarlos sobre una inmutable base de respeto. Este tipo de transformación y sabiduría es lo que, en el fondo, necesita nuestro mundo actual.




[Cortesía de la revista SGI Quarterly, edición de abril de 2004.]

Rissho Ankoku – Asegurar la paz para el pueblo

En lo fundamental, el budismo adopta una visión positiva de la vida humana. Su mensaje esencial es que todo individuo posee dignidad y potencial sin límites.

En el Sutra del loto, la escritura que es reconocida en la tradición de Nichiren como la más elevada, la enseñanza más completa de Shakyamuni, aparece la imagen de una torre de los tesoros masivamente engalanada con joyas para ilustrar la belleza, dignidad y el inapreciable valor de la vida.

Si comprendemos verdaderamente que la vida es el más valioso de todos los tesoros, valoramos la nuestra y la de los demás. Desde esta perspectiva es evidente que la guerra, el abuso y la crueldad, deben ser absoluta y totalmente rechazados, y que la paz debe ser nuestra inquebrantable meta.

Si la sociedad abrazara esta perspectiva del valor de la vida, la prevención de la violencia y el tratamiento de todas las formas de sufrimientos se convertirían en las principales prioridades de la humanidad, en oposición a la acumulación de riqueza material y poder. Quienes nutren y cuidan la vida –los padres, las enfermeras, los médicos y los profesores– serían tratados con el máximo respeto.

Pero lo común es que la humanidad manifieste una gran incapacidad para creer plenamente en el valor de la vida –tanto la propia como la de los demás– o que logre apreciarla en su verdadera dimensión. Y, aún cuando lo aceptemos en teoría, actuar día tras día sobre la base de esa valoración es sumamente difícil. Cuando afrontamos un conflicto interpersonal muy amargo seguimos experimentando venenosos pensamientos de envidia y odio, y hasta llegamos a sentir deseos de dañar a la otra persona o de que, de una u otra manera, "desaparezca del camino".


Transformación interior

La Constitución de la Unesco dice que "puesto que las guerras nacen en la mente de los hombres, es en la mente de los hombres donde deben erigirse los baluartes de la paz". De manera similar, el budismo enseña que sólo una transformación interior de nuestra vida, desde el nivel más profundo, puede hacer que nuestra misericordia sea más fuerte que nuestro deseo egoísta por ganarle a los demás o utilizarlos. Nos ofrece enseñanzas y herramientas que nos permiten efectuar este tipo de transformación esencial.

El budismo ve la vida como una lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal. El bien es definido como la naturaleza creativa y misericordiosa inherente a las personas, su deseo de ser felices y de que los demás también lo sean. El mal es definido como aquello que divide y quiebra nuestro sentido de conexión, impulsándonos a una competencia por utilizar y dominar a otros, antes de que nos lo hagan a nosotros.

Durante la vida de Nichiren, en el Japón del siglo XIII, una serie de desastres naturales –terremotos, inundaciones, pestes e incendios– habían devastado al país. Los sufrimientos de las personas comunes eran enormes. La determinación de Nichiren por descubrir la causa fundamental de esta miseria lo llevó a estudiar y analizar las estructuras de creencia que subyacían a la sociedad. Específicamente, él estaba consciente de que, aun cuando el país estaba lleno de templos y sacerdotes budistas, de alguna manera sus oraciones y acciones no se estaban traduciendo en la forma de paz y seguridad para las personas.

Nichiren sintió que el desorden evidente en el mundo reflejaba el desorden dentro de los seres humanos. Tal como lo describió, "En un país donde los tres venenos [avaricia, ira y estupidez] prevalecen en semejante medida, ¿cómo puede haber paz o estabilidad? (...) El hambre se genera como resultado de la avaricia, las pestes son el fruto de la necedad; la guerra, hija de la ira". Él estaba convencido de que sólo el budismo podía darle al pueblo el poder para erradicar estos venenos espirituales de su vida, pero como resultado de un amplio estudio, concluyó que el budismo, tal como estaba siendo practicado en su época, estaba alentando a una pasividad que hacía a las personas vulnerables al dominio de estos venenos en lugar de capacitarlos para superarlos.


Felicidad aquí y ahora

Nichiren rechazó, específicamente, la creencia prevaleciente de que todo lo que el budismo podía ofrecer era esperanza de tranquilidad después de la muerte, y que la mejor actitud que se podía asumir frente a la vida era la de resistir, pacientemente. Él creía apasionadamente que el budismo, como había sido enseñado en sus orígenes, tenía algo mucho mejor que ofrecer: la posibilidad de felicidad y realización en esta vida actual. Según Nichiren, el budismo podía darles a las personas la fuerza para transformar la sociedad humana misma en una tierra ideal y pacífica.

El tratado más importante de Nichiren, el Rissho Ankoku Ron, significa literalmente "Sobre el establecimiento de la enseñanza correcta para asegurar la paz en la tierra". Fue entregado al gobernante de la época en julio de 1260, y es un apasionado clamor por un retorno al propósito original del budismo –asegurar la paz y la felicidad del pueblo. Una función clave de los sacerdotes budistas para ese entonces, era la de orar por la protección de los gobernantes de la nación. En contraste, el enfoque de Nichiren estaba en los ciudadanos comunes.


 
En un sentido, se puede decir que la preocupación de Nichiren era lo que ahora se define como "seguridad humana". Como dijo el presidente de la SGI, Daisaku Ikeda, en un reciente diálogo sobre este tratado, "Antes, la, ‘seguridad’ se refería sólo a la seguridad nacional. La prioridad, para todos los países del mundo, ha sido proteger la integridad territorial y el Estado. Pero, ¿qué clase de seguridad es si, mientras el Estado recibe protección, la vida y la dignidad de cada ciudadano quedan expuestas y menoscabadas? Actualmente, se está replanteando el concepto de la seguridad, de tal manera que el eje que antes se ponía en el Estado hoy se pone en la población".

Nichiren comienza su tratado describiendo el desorden que veía a su alrededor. "Más de la mitad de la población ha caído víctima de la muerte, y casi no hay un solo habitante que no llore la pérdida de algún ser querido". Su motivación principal era un violento impulso hacia un sentido de empatía por la situación del pueblo. Él había hecho una promesa para conducirse a sí mismo y a los demás hacia la felicidad, y esto significaba luchar para despertar y capacitar a las personas para que desafiaran su propio destino. Su abierta determinación le ganó una reputación controversial que persiste hasta la fecha. "No puedo guardar silencio frente a una crisis que pone en peligro la supervivencia del país", escribió él, "No puedo reprimir mis temores".

En términos de la acción concreta, Nichiren instó a los líderes políticos de la época a no seguir protegiendo a las sectas favorecidas, y pidió debates abiertos sobre los méritos de las diferentes escuelas del budismo. En lo personal, exigió a los líderes "reformar las doctrinas que albergan en su corazón". En términos actuales, esto significa transformarnos a nosotros mismos, y transformar nuestras creencias más profundamente sostenidas acerca de la naturaleza de la vida.


Filosofía de paz

Comentando sobre la naturaleza de esa transformación, el presidente de la SGI, Daisaku Ikeda, dice, "Lo que cuenta es que la comunidad, en general, funcione plenamente basada en el espíritu de la gran filosofía de paz expuesta en el Sutra del loto, [según la cual todas las personas son budas]. En el nivel social, ‘establecer la enseñanza correcta’ significa establecer como base del funcionamiento social los principios de la dignidad humana y del respeto supremo a la vida".

En la actualidad, muchas personas viven con una sensación de confusión, vacío y desesperación. Se sienten impotentes para lograr cambios ya sea dentro de su propia vida como en la sociedad en general. El idealismo se equipara con la ingenuidad, y el cinismo sirve como cubierta para el fracaso de la esperanza. La falta de respeto por la vida humana alimenta la violencia y la explotación.

La función de cualquier religión o filosofía debe ser darles a las personas el coraje y la esperanza necesarios para transformar sus sufrimientos. Tenemos que desarrollar la fuerza para involucrarnos exitosamente en una lucha contra las fuerzas de la división y la destrucción dentro de nuestra propia vida y en la sociedad. A menos que nuestra capacitación propia y la de los demás sea nuestra meta, no podremos resistir y superar las influencias negativas dentro de nuestra vida y de su entorno.

Para crear una era de paz, una era en que se le dé un supremo valor a la vida, es esencial que tengamos una filosofía que revele la maravilla, la dignidad y el infinito potencial de la vida. Cuando nuestras acciones tienen como base esta creencia y las emprendemos plenos de amor compasivo por los demás, el resultado es una alegría pura que, a su vez, nos motiva a más acciones. Capacitándonos desde nuestro interior, nuestra esfera de misericordia se amplía cada vez más, abarcando no sólo nuestra propia vida, sino también a nuestras familias, nuestras naciones, y la humanidad en general. Desarrollamos la sabiduría y la misericordia para rechazar y resistir todos los actos que dañan y denigran la vida. De esta manera, se pueden asegurar tanto nuestra sensación interior de seguridad como una sociedad pacífica que dé prioridad a la protección de los más vulnerables.


[Cortesía de la revista SGI Quarterly, edición de julio de 2003.]